Te envuelve suave y tenue, pero intensa.
India, rebosante de ruidos que son vida o de una vida hecha de sonidos. Olores,
contacto. Es, y no pide permiso para serlo. Te ofrece su abrazo húmedo sin
pudor, invadiendo tu intimidad, llegando a todos los rincones de tu cuerpo.
El primer “namasté”. Curioso, cómo hemos
importado este concepto los/as occidentales. No es nuestro saludo, impersonal y
susurrado apenas, evitando el contacto visual para que el otro/a no intuya
siquiera lo que se mueve debajo de la superfície. Su “namasté” es un
reconocimiento, sin ceremonia, un intercambio fugaz, pero real. Te veo, aquí y
ahora, con lo que haya. Asientes e integras la lección de vida.
Perderte entre turistas es siempre confuso.
Te agotan las energías fluyendo demasiado rápido. La masa humana fotografiando
sin cesar difumina y nubla la belleza majestuosa del Taj Mahal. La serenidad
del ocaso en el Fuerte Rojo te devuelve a la calma, y ensimismada haces y
deshaces el camino, perdiéndote entre las últimas luces del día, adivinando la
historia que se esconde entre sus muros.
La brisa dulce de los campos de arroz te
descubre en la puerta abierta del vagón, y los primeros rayos de sol te
acarician el rostro, acunándote, borrando los restos del cansancio acumulado.
Varanasi. Te recibe con sus manos cálidas,
los brazos abiertos de un hogar revuelto, lleno de vida, de brillantes colores
y experiencia sensorial. El griterío te envuelve y acalla el ruido interior, y
abres los ojos tanto para retenerlo todo que te duelen del esfuerzo. Las viejas
emociones no sentidas y las nuevas que surgen incipientes repiquetean luchando
por salir y, al dejar la mochila en la cama de este nuevo hogar, sientes que
todo lo que has caminado hasta ahora te ha llevado hasta este lugar, y por fin
puedes respirar hondo y dejarte sostener, al ritmo de este dulce, suave y
constante vaivén.
Te dejas estar en el silencio y las
emociones se van asentando. Caminas y te das cuenta de que tu ritmo se ha hecho
más lento, de que tu mirada se ha vuelto más despreocupada y, al mismo tiempo,
más curiosa, atenta. Contemplas cada rincón y cada ceremonia con respeto,
hundes tus manos en el Ganges. Un anciano llena tus manos vacías de pequeños
pétalos para que puedas hacer tu ofrenda, sin cuestionarse el porqué estás
allí, ni si eres o no una extraña. Le miras y, al fin, comprendes.
Gracias infinitas Cris y Ravi porque no se
me ocurren mejores manos en las que podría haber estado. Gracias por la
paciencia, las conversaciones, las risas y por la pasión que ponéis en vuestro
trabajo. Fue un viaje precioso, cuidado y emocionante, lo guardo con mucho
cariño en mi memoria.
Carol A. Crespo
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